sábado, 24 de marzo de 2012
Tu tierra es ahora mía
Nancy observó el atardecer ardiendo sobre la tierra: los vastos campos, que se perdían mas allá del horizonte, brillando con un tono rojo y cobrizo. Las espigas de maíz, cansadas y secas, doblándose hasta tocar la triste aridez del suelo. Una capa de polvo seco flotaba en el aire inmóvil, y la débil luz del sol se filtraba y diluía entre ella. Nancy conocía esa bruma derretida de la tarde. Había cabalgado muchas veces en dirección al sur, había surcado la cortina de polvo, el atardecer de fuego sobre Oklahoma, que le enseñaba que la muerte se repite a cada instante. Y podía tocar, desde hacía mucho, las espigas corroídas y marchitas, tocarlas con las puntas de los dedos y sentir como se deshacían al tacto. El abuelo había llegado hace muchos años a las tierras. Se había encontrado con un paraje desolado; la tierra dura, indomable, había sido aplacada por los arados, por las horas de esfuerzo bajo el sol ardiente, y se había convertido en una tierra fértil. Ahora que Nancy atravesaba los campos por última vez, sabía que cada paso que daba, cada metro que se alejaba de su casa, era una tragedia y un pecado. Porque esos campos estaban regados con la sangre y el sudor de su familia. Sobre esos campos el abuelo había disparado su rifle al cielo, apuntando a las bandadas de cuervos que perfilaban círculos en el cielo abandonado de nubes. Cuando ya era mayor, y sus manos, antes fuertes y robustas, ya no soportaban el peso de la hoz, se entretenía disparando al cielo, cazando aves carroñeras, que caían muertas sobre la tierra, despojada también de toda vida.
En esos campos estaba su vida; en esos campos había nacido. Allí Mamá la había paseado sobre sus brazos. Entre los surcos de los pequeños promotorios, se había escondido de sus hermanos. Ese cielo, ahora envuelto en llamas, era su cielo, y más tarde, cuando el rojo se apagara, y empezaran a brillar, con disimulo, las primeras estrellas, serían sus estrellas. Ella había tratado en vano de encontrarles un sentido, las había contemplado cada noche, preguntándose si aquellas tierras lejanas y benditas de las historias de su abuela también estarían bajo el abrigo de su hermoso brillo dorado.
Nancy caminaba muy despacio; sus pies descalzos barrían inútilmente la tierra de polvo y malas hierbas. Si Mamá siguiera viva, la habría agarrado del brazo y le habría regañado, diciendo que abundaban las serpientes de cascabel, o quería ella morir como su hermano Tom. Nancy recordó a su hermano pequeño tiritando junto al fuego, su mirada perdida y sus manitos agarradas a las de su madre, que miraba ansiosamente a la ventana, esperando a un médico que había llegado demasiado tarde. Caminaba descalza y sin miedo, pues sentía en su piel su tierra arrebatada, nacida del trabajo y el amor, muerta por la codicia y el miedo. Pues los neumáticos de los tractores no podían sentir, ni amar, solamente pisoteaban la tierra, cortaban las espigas como en una cirugía. Nancy ya no se preguntaba porque habían llegado, al principio dos o tres, luego decenas, a usurpar su mundo tranquilo y apacible. Ya no se preguntaba de que hablarían Papá y sus hermanos, sentados de cuclillas junto al porche, limpiándose con las gorras el sudor de sus frentes. Todos sabían que las malas cosechas no eran su culpa; ellos habían trabajado, habían implorado a Dios que el verde volviera, como antes, sobre el gris rojizo de la tierra arrasada por el polvo. Si habían cometido algún pecado, ya lo habían redimido con el hambre. Pero los tractores no estaban hechos de misericordia. Se colaban en su tierra como bestias mecánicas de algún planeta extraño. Y cuando comprendieron que los tractores eran operados por su propia gente, por el hijo de Willy Joy, por el sobrino tuerto de los Willder, lágrimas de desconcierto y asombro resbalaban por sus rostros. Nos pagan mucho, decían, y tenemos que pensar en nosotros, tenemos hijos, tenemos necesidades. Nancy vió al abuelo amenazar con disparar, con su rifle a los conductores; vió su mano temblar, porque sabía que no era capaz, porque ellos eran sus hermanos, los había visto correr desnudos por el campo, había asistido a sus bautizos, los había visto llorar por la picadura repentina de una avispa. Y cuando comprendieron que los conductores habían sido contratados por grandes propietarios, que obedecían a su vez a grandes bancos, sin nombre ni conciencia, comprendieron que no había nadie a quien pudieran disparar. Sus lágrimas, mientras veían los tractores embestir contra sus casas - las maderas que Papá había tardado como un año en colocar, las tejas que su hermano Joy había arreglado el año pasado, hechas un amasijo de astillas y polvo - sus lágrimas se secaron, y su dolor se convirtió en una especie de mancha negra, que se impregnó en su corazón para no abandonarlos nunca.
Algunos, casi todos, emprendieron el camino al oeste. Allí había frutas, viñedos enormes por donde podían pasear bajo la sombre, uvas que exprimir entre los dedos, y sentir su jugo fresco correr como elixir de vida y prosperidad. Eso decía en los papeles rojos que les repartían, y caravanas de familias desesperadas, que avanzaban por la 66 con sus escasas posesiones cargadas en coches destartalados y viejos, se encaminaban a la tierra prometida sin saber que el jugo de las uvas no es más que sudor sin recompensa, lágrimas de tristeza y hambre, y de ese extraño sentimiento de vacío.
Pues Nancy sabía, ahora que iba a emprender su viaje hacia el oeste, que hay algo peor que la tristeza: la desesperanza. Sabía que primero llega el miedo; después su asunción. Sabía que California era un sueño transparente. Collin le había escrito avisándole. Pero ella no podía hacer nada: aquí solo quedaba muerte. Mientras su familia cargaba las cosas en el coche, Nancy paseaba por última vez. No podía decirles nada: su padre y sus hermanos soñaban con el sol sobre las vides, con una casa blanca entre los árboles frutales. Y aunque les hubiera dicho algo, no le creerían. No podían creerle.
Siguiendo el camino que los últimos rayos de sol trazaban en la tierra, Nancy llegó al almendro donde Collin la besó por primera vez. Se sentó con la espalda apoyada en el tronco. El campo estaba en silencio absoluto, solo profanado por el fortuito chillar de una cigarra. Nancy pudo sentir el aliento entrecortado de Collin sobre su cuello. Sus manos nerviosas dudando entre los pliegues de su vestido, aventurándose después sobre sus pechos. Pudo sentir sus labios mojados, su espalda fuerte y sudada. Vio su propio vestido tendido a un lado, junto al árbol, y su cuerpo desnudo jadear sobre el de Collin, al amparo del sol de media tarde. Pero ahora esa tierra no era suya, ahora era de un hombre anónimo, de un banco sin rostro, y ella tenía que irse. Al menos el cielo y las estrellas, seguirían siendo suyos. Nancy sonrió, porque sabía que su única propiedad era universal, y podía ser compartida. Nadie compraría nunca una parcela de cielo; las estrellas no tendrían que marcharse nunca a un lugar desconocido.
En un rato su única visión sería el asfalto de una carretera interminable, y su familia las 250.000 personas que, como ellos, habían sido expulsadas a otra parte. E implorarían a Dios por su suerte y su futuro. Y marcharían juntos, y no tardarían en comprender que en esa unión radicaba una fuerza superior a la de cualquier tractor, a la de cualquier papel lleno de firmas y nombres, a la de cualquier pistola de un Sheriff altanero. Nancy acarició su vientre abultado y sintió el latido de otra vida naciendo en su interior. Quizás Collin se hubiera equivocado, sí, había cometido un error. La esperaba en una casa blanca, junto a un naranjo, y cada atardecer, después de pasar el día recogiendo uvas, naranjas, manzanas y algodón, le haría el amor entre las vides. Estudiaría un curso de radio, o de televisión, cada noche por correspondencia, y pronto podrían comprar su propia parcela. Incluso tendrían luz eléctrica. Eran jóvenes !eran jóvenes por Dios!. La vida tenía que ser algo más que sufrimiento.
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¿Por qué anglosajones, por qué Oklahoma?
ResponderEliminarEs una referencia a Las uvas de la ira, de John Steinbeck.
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