jueves, 29 de marzo de 2012
Alicante
Cuenta la leyenda que Cántara era una niña hermosísima, de belleza casi sobrehumana. Era la hija primogénita del Califa, devoto musulmán y justo gobernador de sus dominios, custodiados desde la inexpugnable fortaleza construida en lo alto del Benacantil. Su Princesa crecía en belleza y sabiduría, que pusieron en una difícil encrucijada al Califa. Dos de sus más valerosos, apuestos y leales generales, Almanzor y Alí, se enamoraron perdidamente de ella. El Califa prefería a Almanzor, pues creía que, gracias a su genio militar y carisma, haría su Califato más temible, respetado y próspero. Pero la preciosa Cántara prefería a Alí, más joven y apuesto.
Tras consultar con los más sabios consejeros del Califato, reunió a los dos pretendientes de Cántara y les impuso la siguiente forma de resolver el dilema:
- Aquél que demuestre una inteligancia mayor para culminar con éxito la misión que les voy a encomendar podrá desposar a la niña de mis ojos. Tú, Almanzor, zarparás del puerto en busca de mayor gloria y poderío de nuestra ciudad capital, y el plazo máximo que te doy para volver es de un año. A tí, Alí, te encomiendo la construcción de un acueducto para traer agua de la villa amiga de Tibi, en un plazo récord de, también, un año.
De este modo, el padre intentaba complacer a la Princesa, ya que era consciente que era prácticamente imposible llegar de las Indias antes de un año con un buen botín.
Alí tenía un espíritu creativo e inquieto, pero le apasionaban la literatura y el arte, no así la ciencia o la ingeniería. Así que ocupaba el tiempo en escribir, en cultivar su afición a la poesía y declamar su apasionado amor por la Princesa.
Cántara no tardó en rendirse y caer locamente enamorada de su valeroso poeta. El Califa recriminaba a Alí no intentar siquiera cumplir con la tarea encomendada, aunque la fortuna parecía que le favorecía; pero, complacido, confiaba en haber decidido sabiamente en tan delicado asunto, para garantizar el futuro de su reino y, sobre todo, para la felicidad de su hija.
Pero una luna antes de cumplirse el plazo dado por el Califa, desde el Faro del Cabo de la Nao fueron avistadas tres, no una, siendo ésta pequeña flota capitaneada por el imprevisible Almanzor. Como la encomienda era volver con un valioso botín, fue más inteligente que su rival y decidió azotar a los reinos cristianos de la península. Así, en un año, no solamente cumplió con su señor, sino que, además, humilló a los señores y reyes cristianos de toda España, debilitándoles por décadas; asestando, además, una puñalada mortal al corazón de la Cristiandad hispánica: Compostela, sitiada, conquistada, saqueada y reducida a cenizas su Catedral; respetando, eso sí, la sagrada tumba del Apóstol. Los historiadores no se ponen de acuerdo todavía, de la razón de tan extraña decisión en un despiadado general con un expediente tan sangriento.
La noticia llegó de inmediato a Benacantil y la familia del Califa cayó en una parálisis indescriptible. Él, devoto musulmán, hombre de palabra, fiel a sus compromisos, sabía que no podía desdecirse y había de conceder a Almanzor la mano de su hija Cántara y autorizar ese matrimonio. Tomar otra decisión lo pondría en evidencia ante sus súbditos y el creciente poder de Almanzor lo había convertido ya en el peor de los enemigos.
Ella calló en una irreparable tristeza.
Él diose cuenta de su torpeza; su rival estaba a escasas leguas de arribar al puerto y había dilapidado el tiempo y su inteligencia, confiado en que la fortuna le acompañaría. Desesperado, corriendo a gran velocidad, abandonó sus aposentos en la corte, siendo completamente imposible pararle. Llegó al Postiguet y siguió corriendo, adentrándose en el mar, llorando desconsolado por su amada Cántara, jurando vengarse en la persona de su rival y ahora eterno enemigo, el Gran Almanzor.
Al amanecer del día siguiente, Almanzor llegó al puerto, pletórico, orgulloso, deseoso por arrodillarse ante su Señor, para que cumpliera con su palabra y diera su anuencia para desposar a la hermosa Cántara.
Así fue.
Juntos subieron la Calzada Califal y se adentraron en los palacios de Benacantil.
El Califa ordenó la presencia de su hija, la princesa Cántara.
- Mi Señor, no encontramos a la princesa.
¿Cómo era posible? Su séquito no la había perdido de vista en ningún momento. ¡Es como si se hubiera desvanecido! No, es imposible. A un supersticioso rey cristiano podríamos engañarle con un cuento así, ¡pero no a mí!
La búsqueda continuó hasta que, al empezar el rastreo en los alrededores de los aposentos califales, un oficial de la guardia exclamó, mirando en dirección al castillo:
-¡Mirad! ¡AHÍ!
¡Era ella! Profundamente triste y desconsolada, intentando avistar a su amado en la línea de salida al mar por la cual se le había visto marchando de la ciudad a nado.
Petrificada.
Alí nunca más fue visto.
La ciudad cayó postrada en una indescriptible desesperanza y, unos años más tarde, el rey castellano Alfonso la conquistó definitivamente, sin que sus desconsolados pobladores pensaran siquiera en oponer resistencia a los bárbaros y supersticios soldados que llegaban de la meseta.
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