sábado, 2 de abril de 2011
El día en que el mundo caminaba demasiado rápido.
Hoy pasó algo muy raro. Cerca del río Miño existe un pequeño pueblo cuyo nombre me da miedo citar, en el que hoy estaba prevista una caminata deportivo-cultural, con el fin de conocer más a fondo la comarca y hacer ejercicio al mismo tiempo. Cuando ayer por la noche sonó el teléfono y mi tía me incitó a asistir, no me lo pensé dos veces: por supuesto que no. Y sin embargo, hoy por la mañana comíamos bocadillos del Coren en el coche, para llegar a tiempo al ayuntamiento del pueblo y empezar la caminata. Cosas que pasan, supongo. En nuestra imaginación, la situación sería la siguiente: un reducido grupo de ancianos con un palo en la mano y una visera de publicidad en la cabeza que caminarían a paso de tortuga mientras se quejaban de la falta de organización. Nosotros seríamos los jóvenes atléticos y animados, que animarían la excursión con su presencia. Cuando aparcamos el coche en la plaza principal comprobamos que la realidad no distaba mucho de nuestras expectativas: un grupo de señoras en chandal marujeaban sentadas en un banco mientras sus esposos intentaban averiguar el complicado mecanismo para activar una cámara de fotos. De pronto, llegó el guía, director de la excursión, organizador, o como se llame. De todas partes, como si nada, empezaron a salir personas. La media de edad eran 60 años (teniendo en cuenta que nosotros la bajamos considerablemente) y calculo que eran mas de setenta. El pastor del rebaño dirigió a sus ovejas, nosotros, hacia la iglesia principal del pueblo. Una vez que estábamos todos sentados en los bancos, dió una pequeña charla sobre las maravillas que escondía aquella iglesia. Por un momento me llegué a creer que estaba en la capilla sixtina con una excursión del Inserso. Una vez todo el rebaño fuera, el guía tomó la palabra y anunció que la caminata sería de doce kilómetros. Nosotros casi nos desmayamos. Pero nadie pareció inmutarse. Era la primera señal que pasamos por alto. El rebaño octogenario comenzó su marcha. Nosotros nos retrasamos y nos pusimos al final de la cola, como si fueramos los perros encargados de evitar que las ovejas se dispersen. El objetivo de la caminata era conocer una serie de capillas y tumbas de la localidad, al parecer bastante antiguas e interesantes. Nuestro equipo estaba constituído por una mochila reflectante de publicidad, una botella de agua y una coca-cola caliente. Eran las 3:30 de la tarde. El regreso estaba previsto para las 6:30. Nos esperaban tres horas de apacible caminata entre los viñedos. Al menos, eso creíamos. Muy pronto, sin darnos cuenta, comenzamos a quedarnos atrás. Cada vez el grupo principal iba tomando mas ventaja. Primero tan solo unos metros. Después un poco más. Hasta que llegó el momento en que teníamos que apurar el paso para no perdernos. Van demasiado rápido, en un rato van a estar demasiado cansados y no van a poder seguir, comentábamos nosotros como si fueramos expertos en recorridos de larga distancia. Pero pasó algo horrible, inexplicable, misterioso, algo que debería ser objeto de estudio científico: comenzamos a cansarnos, y el resto seguía al mismo ritmo. Había señoronas (con los 100 kilos de peso que implica la palabra) que iban empujando carritos de bebe (otro detalle bastante inquietante) que no parecían presentar muestras de cansancio. Yo creo que, en una subida enorme que hicimos, la veolocidad de mi corazón superó los límites admisibles para el ser humano. El grupo estaba ya lejísimos y nosotros no los dábamos alcanzado. Como siempre, estaban los primeros, los que iban pegados al guía, que caminaban orgullosos con sus palos y cantimploras. Después estaba el grupo de los del medio, que caminaba charlando animadamente. Luego estaban los rezagados de siempre, que se entretenían sacando fotos y contemplando el paisaje, y se alejaban poco a poco del grupo. Y después, mucho después, estábamos nosotros tres. Formábamos nuestro propio grupo, el grupo de personas que no entendían lo que estaba sucediendo. Delante de nosotros ( la palabra delante implica al menos 300 metros) había un anciano, el que había presidido el comité investigador del funcionamiento de la cámara de fotos, que siempre se quedaba atrás, escondido tras algún arbusto, en posiciones imposibles sacando fotos de la excursión. Creo que realmente pagaría por poder ver esas fotos. Probablemente el señor creía que estaba haciendo verdaderas obras de arte, y prueba de ello era la forma en la que giraba la cámara y ponía cara de concentración. El caso es que en sus experimentos artísticos siempre se quedaba rezagado y llegaba a nuestra altura. Pero, para alcanzar de nuevo a su grupo, hacía algo impensable, inimaginable en esos momentos para tres personas al borde de un ataque cardíaco: correr. Comenzaba a correr, cual gacela thompson surcando la sabana, y alcanzaba triunfalmente a sus compañeros. Nosotros no dábamos crédito. ¿Como era posible que el rebaño de ancianos llevara esa velocidad y nosotros estuvieramos tan cansados? Con el orgullo herido y el cuerpo sudado (he de decir que yo también tenía bastante miedo) decidimos remontar tras la siguiente parada. Después de una horrible subida en la que perdimos totalmente de vista al grupo, los encontramos apaciblemente reunidos alrededor de una capilla. Parecían un grupo de pastorcillos saltando y jugando con las flores una agradable tarde de verano. Estaban todos muy tranquilos y serenos. Yo ni siquiera conseguía abrir del todo los párpados. La encarnación humana del diablo, es decir, el guía, comenzó de nuevo a hablar. Esta vez contó la historia de la pequeña capilla. Databa del siglo XVII. Era casi tan maravillosa como la iglesia principal. Sus tres metros cuadrados eran, según decía, una verdadera obra de arte. Una señora preguntó como era posible que, habiendo vivido allí toda su vida, no conociera su existencia. El guía se quedó callado y después cambió de tema. Después se dispuso a leer las reseñas en la prensa que había tenido esa capilla. Una era de un periódico de 1923. Otra de 1934. Decía algo de los percebes y las castañas. Yo no entendí que relación tenía lo que leyó con la capilla. Pero había tantas cosas que no entendía, que decidí no pensar en eso. De pronto, el señor de las fotos salió de un arbusto (literalmente) y comenzó a dar un discurso sobre los curas, los capellanes y las fundaciones. Parecía un duendecillo del bosque que se presentaba a un grupo de campesinos para formularles una adivinanza. Tampoco entendí lo que dijo, pero todo el mundo se rió. Nosotros solo pensabamos que era nuestra oportunidad para ponernos de primeros, para no quedarnos atrás. Todo el mundo se puso de nuevo en marcha y nosotros nos pusimos pegados al guía. Todos avanzaban rapídisimo. Parecía una estampida de ancianos, parecía un éxodo de ancianos que partían hacia la tierra prometida del dominó, las obras y la comida triturada. Era como si el pueblo saliera a la caza de el lobo que se comía a las gallinas. El caso es que era una masa de gente que avanzaba a una velocidad incomprensible. A nuestra derecha, derrepente, apareció un caballo. Estaba atado por el cuello, y se revolcaba en el suelo, intentando liberarse. Nos quedamos contemplandolo y observando lo que hacía. Era tan bonito y majestuoso, la forma en que sus crines ondeaban al viento con cada movimiento brusco.... cuando nos dimos cuenta estábamos de nuevo de últimos. Sólo nos habíamos entretenido un minuto y ya nos habían adelantado todos. Yo me había imaginado una caminata a 0,00005 kilómetros por hora, con una ambulancia siguiendonos por si algún anciano se desmayaba. Y ahora erámos nosotros los que necesitábamos una ambulancia. Seguimos camiando, una subida, una recta interminable, una bajada, una subida. Y de nuevo, el grupo, cada vez mas lejos. Ya nisiquiera veíamos al señor de las fotos. Entonces, ocurrió lo inevitable. Algo que todos habíamos pensado pero nadie se había atrevido a decir en alto. Algo que no le deseo a nadie, ni siquiera a mi peor enemigo: nos perdimos. Llegamos a un cruce de caminos y no sabíamos por donde meternos. No había ninguna señal que nos indicara por dónde había ido el grupo. Un camino era una subida que se perdía por el monte. Otro una bajada. Y apareció una señora. La típica señora que siempre esta en la puerta de su casa esperando a que alguien la necesite. Le preguntamos si sabía que camino había tomado el grupo, si había visto algo. Su respuesta fue algo como: "había demasiada gente, no se de donde salieron, no se por donde se fueron". Espero que su testimonio recalque lo misterioso de la situación. Finalmente la señora nos indicó como regresar al pueblo. "Todo recto, todo recto". Una hora, 5 kilos menos, y tres autoestimas destrozadas mas tarde, llegamos al lugar del que partimos. Habíamos perdido la batalla contra la tercera edad. Mientras regresamos, en el coche, nos preguntamos como había podido pasar. ¿Como podían ir tan rápido? ¿Habríamos llegado tarde al reparto de droga? Yo me imaginaba un autobús, como los que se utilizan para donar sangre, aparacado en la plaza y una fila de ancianos dispuestos a recibir su dosis de éxtasis. ¿Llevarían entrenándose todo el año para este evento? Quizá se levantaban todos los sábados a las seis de la mañana y un entrenador persononal los sometía a todo tipo de pruebas físicas. ¿Eran realmente seres humanos? Todavía veo a esas señoras de ochenta años empujando carritos sin una señal de cansancio. ¿Que llevaban realmente en esos carritos? Y la pregunta mas importante: ¿Estará el gobierno entrenando en secreto a ancianos para crear un ejército implacable en el que la muerte no le importe a nadie? Las preguntas son muchas, las respuestas pocas. Todo el mundo vive en la vida una experiencia extraña alguna vez. Espero que con el paso de los años recuerde esta historia como una anécdota divertida. Supongo que me reiré cuando recuerde el día en que el mundo caminaba demasiado rápido. Mientras tanto, empezaré a ir al gimnasio.
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ahora si me hiciste reír..... como es posible que la juventud este tan entumida? demasiado ordenador ?
ResponderEliminaral menos fue una clase práctica para que no subestimen a la tercera edad, señoritos respeto a sus mayores!!!!!!!!!!!!!!!!
Nos hemos reído antes, durante y después de la andaina y de leer tu crónica. ¡Está muy divertida!
ResponderEliminarJajajajajajajajajajajaja, eso es lo que pasa por beber cocacola todos y cada uno de los días de tu vida.
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