Estaba lloviendo. La carretera parecía serpentear entre las olas. Yo observaba las gotas deslizarse en el cristal de la ventana. En la radio sonaba una canción alegre que no correspondía con el cielo ensombrecido. Pronto, el paisaje de mar y montaña se tornó en viñedos y pastos verdes. Hemos llegado. Mi madre apagó el motor del coche y salió afuera abriendo un paraguas. Caminábamos intentando no pisar los charcos. El camino lo sabíamos de sobra. Bajamos al río con cuidado, evitando resbalarnos con la hierba mojada. La roca estaba seca, protegida por los árboles. No era más que un simple río en un simple pueblo. Dónde no conocíamos a nadie y nadie nos conocía a nosotros. Y sin embargo nos quedamos. Paseamos por el puente, por los viñedos, escuchamos como el gran reloj de la iglesia daba las ocho con su estruendosa canción. Después nos marchamos. Por la carretera que serpenteaba entre las olas. Contemplando la noche fundirse con el mar, las gotas deslizarse en el cristal de la ventana. Y en la radio sonaba: sometimes the strongest and most wonderful things are those we cannot see.
Un simple río, un simple pueblo, es tan fácil ser feliz.
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