Sonrisas egipcias

Voy volando. Voy corriendo pero siento que voy volando. Como una paloma, como una gaviota agitando sus alas sobre el reflejo del sol en el Nilo. Todo está lleno de gente, gritando y cantando, ondeando al aire sus banderas. Rashid me coje de la mano y se abre paso entre el tumulto.

Hadiyya. Lo pronuncio y mis labios acarician la palabra. Hadiyya. Suena como el viento, como una ola rompiendo en la playa, como un susurro. Miro hacia atrás y veo una riada de personas avanzando en nuestra misma dirección. Todos vamos al mismo sitio. Avanzamos sin importarnos el golpe del sol sobre nuestras nucas, el cansancio de dieciocho días sin apenas dormir, las dos horas de camino para llegar al centro del Cairo. Avanzamos por las calles que han visto morir a jóvenes a manos de policías, correr a periodistas y activistas de todo el mundo por miedo a ser encarcelados, que han sido testigos de cómo los disparos no conseguían impedir que nuestro pueblo inundara el mundo con sus gritos. Avanzamos porque hemos perdido el miedo.

La plaza Tahrir. El teatro donde mi pueblo rompió el telón de la censura. El espectáculo de miles de manos elevándose hacia el cielo, de miles de gargantas entonando la misma canción.

Voy volando, ya no me muevo pero siento que voy volando. Por un Cairo recubierto de esperanza, acompañando a la gaviota en su vuelo sobre las aguas del Nilo. Algunos la llaman libertad. Yo le llamo haddiyya. ¿Qué importa la palabra? Todo el mundo nos mira porque hemos demostrado que no entiende de idiomas ni fronteras, ni de razas ni de religiones. Miro a la gente y siento que  nunca nada  está perdido, miro al cielo y siento que mi esperanza será recogida por otros. Miro a Rashid, le aprieto con fuerza la mano y le sonrío.

Sonrío de verdad, después de tanto tiempo. Sonrío porque ahora, ya nadie podrá callarnos. Nadie nunca podrá callarnos.