Hace dos mil años, el centro de Europa no estaba en el centro, sino que era, más bien, el este. Hasta allá arribaron las legiones romanas y establecieron la Marchia Orientalis, que después pasó a ser el Ostarrîchi: el país del Este. Más tarde, Carlomagno la cristianizó, labor que perdura hasta la fecha: el 74% de la población es católica y el 12% sigue yendo a misa todos los domingos. Sus herederos la convirtieron en un Ducado, que gobernaban los Babenberg, hasta que llegaron los Habsburgo. La historia de Austria y la de esta ilustre familia quedó irremediablemente ligada durante siete siglos.Viena fue capital imperial: del Sacro Imperio, del Imperio Austriaco, del Imperio Austrohúngaro... aun hoy presume de su antiguo esplendor, en realidad bastante reciente. Los Habsburgo invitaron a los jesuitas a neutralizar a los luteranos y lo consiguieron. La Iglesia de los jesuitas es un monumento soberbio, discreto y renacentista por fuera, barroco y majestuoso por dentro. Los domingos, el coro de San Agustín de Viena ofrece un concierto, en el marco de una misa cantada. Precioso de verdad. Sublime, en un marco incomparable. No se entiende la caída de Napoleón sin el papel de Austria y el canciller Metternich. Después aceptaron, felices, el Anschluss, o unión al III Reich del austriaco Adolf; lo cual marcó a este pequeño país tras la II Guerra Mundial. Sólo en 1955, igual que Alemania, pudo ser independiente, con la condición de que se mantuviera neutral. Hoy, Austria tiene una pequeña y rica economía, entre los diez países con más alto PIB per capita del mundo, con un desempleo de apenas el 5%, miembro de la UE desde 1995 y del €uro desde 1999. Pero además de Adolf, también fueron austriacos Haydn y Mozart, von Karajan y Preminger, los economistas de la escuela austriaca, Hayek y Schumpeter, Fritz Lang y Niki Lauda, Sigmund Freud y Romi Schneider. Austria nos ha legado lo más sublime y lo más vergonzoso del género humano.
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